martes, 14 de enero de 2014

CRIADAS Y SEÑORAS





Llenó hasta arriba la taza de café con leche y se dispuso a mojar en ella un pedazo de pan del día anterior.
El pan absorbió un cuarto de la leche reblandeciéndolo y cuando se disponía a llevárselo a la boca éste se partió, cayó con desmayo sobre el mantel. Con la cuchara recogió pasivamente  el chasquido de pan, que ya no contenía leche, ésta había sido absorbida por el mantel, dejando un círculo evidente denominado mancha.
No había dormido bien aquella noche, de hecho, esta perpetuación del insomnio era ya una constante. Se sentía triste, muy triste. Desde que Asunta se fue de casa nada era lo mismo, no tenía la menor idea de cómo apañárselas, todo estaba en el más absoluto desorden y lo peor de todo era que su alma también estaba incluid en ese desorden.
Se levantaba triste y se acostaba llorando. No había vuelto a dormir en la habitación que compartían. Se instaló en el cuarto del hijo, que se hallaba siempre de viaje debido a su trabajo de viajante de comercio y cuando venía, se quedaba en casa de su amiga.
Cuando Asunta vivía todo era fácil. Ella le cuidaba y consentía todos sus vicios, incluidos la pereza y el apego a la dejadez. Asunta acabó por claudicar, restituyendo el orden, colocando cada cosa en su sitio, caminando por la casa con un resignado silencio, como quien ha dado por imposible una misión  y acaba por aceptar que ese desorden venia incluido en el lote matrimonial, junto con los otros defectos y virtudes.



Su vida en común no tenía desperdicio, se habían amado y deseado, aceptado y aburrido, agotando el deseo y cambiando éste por paciencia y resignación.
Aunque él siempre mantuvo esa admiración secreta por la inmensa paciencia y abnegación de su mujer. Se iba a trabajar por la mañana, muy temprano. Volvía a medio día cuando se le antojaba, si no aparecían amigos con quienes compartir el entretenimiento de las conversaciones. Esos días Asunta comía sola, y guardaba en el horno la comida de su marido para la cena.
Después de su trabajo reincidía con los amigos para tomar unas copas en el bar mientras disfrutaban de un partido de fútbol o una partida de cartas.
Esas aficiones también las conocía Asunta y llenaba la ausencia de su marido tragándose culebrones de amor, aunque todo cuanto ocurría en esos culebrones le parecía ciencia ficción, ella nunca experimento tales conductas.
Solo tuvieron un hijo, porque el parto fue muy difícil y se opto por no tener más. Pero el hijo, dotado en gran parte de la genética materna, era un dechado de virtudes. Sin embargo en su genética paterna estaban impresos los defectos del padre, el gusto por el desorden y la dejadez. De nada había servido la educación insistente de la madre, la educación a que le sometía diariamente, el chico obedecía más el ejemplo del padre y se sentía más hombre actuando como él.
Jamás retiraron un solo plato de la mesa después de comer, ni recogieron la ropa del tendedero. Guardaban en el armario las ropas sucias junto con las limpias, los zapatos se esparcían por toda la casa. Periódicos, revistas, trastos varios, colillas, botellas, restos de comida. Todo se sembraba, pero no se recogía. Aunque no era esa la indisciplina que más le molestaba a Asunta. Lo que más la dolía era ese sentimiento de insignificancia, ese ignorarla y reducirla a un objeto cuya utilidad consistía en ordenar, servir y callar.




Las conversaciones entre ella y su marido eran escasas y éstas se limitaban a preguntar o pedir. El hijo nunca estaba en casa, disfrutó con él cuando era niño, pero había crecido muy deprisa, dejándola con los pañales tendidos en la tristeza.
Ahora él se daba cuenta de la importancia de ese orden que siempre había creído una soberana tontería.
Ahora entendía lo complicado de esa labor que venía implícita en la ley de supervivencia, esa empresa donde él ejercitaba la despreocupación y su mujer la resignación.
No tenía camisas limpias y cuando necesitaba una la buscaba en el cesto de la ropa sucia junto con otras prendas que esperaban su turno para ser lavadas.
El ritual de la higiene se había convertido en una pesadilla, no tenía ni la menor idea de cómo limpiar y ordenar la casa, todo se le antojaba una tarea difícil e insustancial, limpiar, para volver a ensuciar, todos los días lo mismo.
Así estuvo Asunta durante más de cuarenta años, tiempo suficiente para haber aprendido, aunque solo fuese por observación.  Pero eso eran cosas de mujeres, el hombre es un macho, un protector, el que aporta la fuerza en la debilidad, un empleado en oficios mayores.
Se lamentaba silenciosamente entre el desorden y  el caos. Lo peor era ese desorden mental, mezcla de remordimiento y resurrección, un atraso en la lucidez de las conductas pasadas, una presencia dolida que le acompañaba sin estar presente la víctima.
Se lamentaba de su soledad, de su desgracia y en ese estado culpaba a Asunta el haberse muerto sin dejar instrucciones para combatir esa soledad de cómo componérselas sin ella.
La culpaba de su muerte por largarse sin su permiso, se sentía más traicionado que dolido, más decepcionado que arrepentido. Ella nunca advirtió de que eso podía suceder, nunca le dijo que algún día habría de ocuparse de sí mismo en el orden de su propia vida. Ahora, rodeado de platos sucios, ropa por lavar, objetos dispersos, envases vacíos, polvo, telarañas… y lo peor de todo, quería hablar y no había auditor, quería salir y no hallaba salida, ni amigos, ni fútbol.




Pasaba su vida sentado frente al televisor, ensimismado en los culebrones que sustituyeron el fútbol, diciéndose a sí mismo que eso era ciencia ficción. Hacer la compra era su mayor suplicio, imprescindible obligación que consistía en sobrevivir administrando la economía.
Pensó en contratar una asistenta, para suplir la que se había muerto, pero su paga de jubilado no le permitía esos excesos y aunque su hijo se había ofrecido para costear ese gasto él no había aceptado, porque sabía que su sueldo no daba para esos desmadres.
Así transcurrieron dos años en la vida de esa alma en pena que lloraba la ausencia de su mujer, más por los servicios abandonados que por el desamor que se había llevado con ella.
Le reprochaba semejante traición como si el muerto fuese él, como si la tarea de vivir fuese una condena.
Un día se planteó la cuestión de buscar una víctima con su misma soledad. Le ofreció alojamiento y comida a cambio de servicios. El amor no era necesario a esa edad, eso era cosa de jóvenes.
No halló la menor diferencia entre una víctima y la otra. 
 Asunta pasó a engrosar la historia como una más de las víctimas sin amor, sin poder abrir la boca para exponer sus quejas durante más de cuarenta años.





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